Se metió en la cama agotada físicamente pero liberada en lo anímico. Mañana a esta hora todo habrá pasado, se dijo a sí misma justo antes de apagar la luz.
La jornada maratoniana tuvo un doble efecto en Laura. Por un lado facilitó el rápido acceso a un sueño aparentemente reparador. En contra de su costumbre, Laura se despertó para ir al baño a orinar a media noche. Evitó el tener que encender la luz para no despertarse el rato que permaneció dentro del lavabo. Una vez acostada de nuevo cerró los ojos, convencida del sosiego que sentiría al perder de nuevo la consciencia.
Lo que en condiciones normales solía ser un periodo de descanso reconfortante se tradujo en una escena como mínimo inquietante. Pese a que era mediodía, el sol perdía fuerza de manera inexorable. Ella acababa de aparcar el coche entre dos árboles, junto a un parque verde. Comenzó a andar por el camino, pero en lugar de pasear por el campo optó por una opción insólita. Frente a los jardines había un edificio de tres alturas, dotado de hermosos detalles arquitectónicos que le hicieron sospechar que no se trataba del clásico bloque de viviendas. Sin duda no se trataba de un bloque de viviendas cualquiera. Tras cruzar el umbral de acceso observó como el amplio vestíbulo albergaba múltiples salas, todas ellas con un curioso cartel a modo de presentación. Se dirigió hacia su izquierda. A escasos metros de la primera vio lo que había escrito en la cartulina allí expuesta. Junto a una foto sugerente leyó un nombre. Perla Bustos. Se dio cuenta de cómo salían algunos de aquella estancia. Andaban callados, con cara de enorme tristeza. Incluso lloraban desconsoladamente los más afligidos.
Continuó deambulando, aproximándose hasta la siguiente habitación. A dos metros del cartel se detuvo a ojearlo. Esta vez no había foto, pero el nombre si le llamó atención. Laura Vela. Decidió entrar con prudencia. De forma rectangular, probablemente mediría cerca de cien metros cuadrados. Había muchos asientos vacíos y diez o doce personas de pie, junto a una ventana. Se fue acercando de manera resuelta hacia el cristal que se ubicaba junto a la otra puerta. Aprovechó la conversación mantenida por el reducido grupo para entrar en el cuarto. Se detuvo a medio metro de un féretro ocupado por una mujer de mediana edad. Ocupado por Laura Vela. Ocupado por ella misma. No sintió nada parecido a la congoja al verse tumbada en el interior del ataúd, con la cara más plácida que recordaba haberse visto. Continuó medio minuto dentro de la pequeña estancia hasta que decidió salir.
Lo que de primeras le pareció una mínima cantidad de gente reunida ahora se había transformado en un notable colectivo de sujetos en acto de presencia. De un rápido vistazo reconoció a su hermano. Paradójicamente, Carlos estaba sentado junto a la entrada, en solitario, interpretando el papel residual de un ambiente indolente en exceso. Sin embargo, él lloraba desconsoladamente. Nadie le prestaba el más mínimo interés, ni le decía nada para consolarlo. Ella se acercó poco a poco hasta él, con ganas de abrazarle y aliviar su pena. Pero en contra de lo que hubiera deseado, Carlos no reparó en su presencia.
A medio camino entre el ataúd y su hermano se detuvo cuando observó cómo entraba un hombre que le resultó especial. Alto. Muy alto. Pero también barbudo y andrajoso. De repente vio cómo se unía a su hermano en un cariñoso abrazo. Era Javier. Fue el único que le prestó la debida atención. Javier tampoco se percató de su presencia, a pesar de hallarse a escasos metros de distancia. Cansado de estrujar con sus brazos a Carlos entre lloros, Javier se adentró en la habitación donde yacía el cadáver.
Si algo hizo que Laura se despertara de inmediato, sudando, producto del susto final de aquel sueño no fue otra cosa más que el grito descomunal y desgarrador con el que Javier rompió su quietud. Laura se levantó de la cama, con una viveza incontenible, presa de la taquicardia. Extrañada y asustada. Muy asustada.
Faltaban minutos para llegar a las cinco de la mañana. En el lavabo Laura se mojó la cara a discreción, tratando de salir del aturdimiento que le había generado aquella inverosímil situación presenciada sin querer, con los ojos cerrados.