Siempre comenzaba después de la cena. Nunca imaginó que lo verdaderamente significativo de su vida tendría lugar en medio de la oscuridad. Aunque a diferencia de su época anterior, este si era un turno de trabajo.
Andrés inició ese recorrido varios años atrás. A regañadientes aceptó el horario nocturno, por necesidad, sobre todo con el fin de expiar un pasado que había sido lo suficientemente turbio como para huir de él.
Pese a la falta de luz, era muy diferente trabajar toda la noche conduciendo un taxi. Pasar horas y horas de jarana en jarana, escuchando música hardcore combinada con alcohol, drogas y trapicheo era duro pero no tenía comparación con casi nada.
Una vez sometido al enredo necesario para sacar beneficio de ese negocio, Andrés comenzó a claudicar ante el mal. Frente a sus buenas promesas de adolescente, entró en aquel ambiente al borde de los veinte, fundamentalmente debido a su pasión por el género musical citado. De primeras pudo compatibilizar sin grandes problemas su diversión con el trabajo de almacén que llevaba a cabo desde sus comienzos. Pero el curso de los acontecimientos manifestó de forma patente su incapacidad para seguir ese ritmo. Si quería ir a todos los conciertos posibles necesitaba dos cosas a partes iguales: dinero y energía adicional. Uno para costearse su entretenimiento, dadas sus modestas condiciones pecuniarias, y otro para mantenerse firme, luchando contra el lógico agotamiento físico.
Lejos de llegar a un acuerdo, la discrepancia entre el sentido común y la realidad de los hechos, propició una deserción rutinaria. Cuando no se inventaba una gastroenteritis o una fiebre en la consulta del médico alegaba el fallecimiento de alguien querido con motivo de su inmoderado absentismo laboral. Lógicamente al cabo de unos meses su circo se vino abajo como un castillo de naipes. Tras su enésima baja de fin de semana, un martes entró en la nave, listo para llevar a cabo sus quehaceres cotidianos. Aunque ese día no llegó ni tan siquiera a ponerse el uniforme. Nada más acceder a las instalaciones, Andrés fue llamado a capítulo por la dirección de su empresa. Cuando se disponía a aportar el justificante pertinente, el director giró su monitor, poniéndolo a su vista. Al instante comprendió a qué se debía aquella inesperada reunión. Alguien había grabado vídeos y tirado fotos con motivo de sus frecuentes cambalaches. Apartado de toda negociación, el jefe consiguió que Andrés firmara casi sin leer una carta de baja voluntaria, incluso dando el visto bueno a un finiquito que nunca llegaría a recibir en su totalidad, como represalia contra el engaño que había llevado a cabo.
Andrés abandonó las instalaciones con una sonrisa insolente, pensando a la postre que disponer de mayor tiempo libre le permitiría generar abundantes recursos económicos mediante sus chanchullos. De esta manera comenzó su particular bajada a los infiernos. Junto a Cristóbal, su mejor amigo desde la infancia, Andrés se sumergió automáticamente en la compraventa de estupefacientes. Cristóbal poseía una determinación extrema. Gracias a sus contactos, adquiridos a través del gimnasio, tomó las riendas inmediato. Como agente comercial que era, su capacidad de negociación a alto nivel estaba más que contrastada. Su hándicap se hallaba en el ámbito más terrenal: se sentía amedrentado en lo tocante al intercambio de dosis por dinero con los consumidores más destemplados. Por el contrario, Andrés se zambullía con total naturalidad en la venta en plena calle, por muy barriobajera que esta fuera. Como Cristóbal solía decir sin que Andrés le comprendiera, representaban la mejor de las sinergias posibles.
Cristóbal era tan inteligente y capaz que, a pesar de su querencia por la fiesta nocturna, también consiguió progresar dentro del mundo empresarial en un corto período. Sus capacidades negociadoras eran tales que, sin comerlo ni beberlo, de un mes para otro cambió de viajar a otras comunidades autónomas de forma esporádica a pasar semanas seguidas trabajando fuera de España.
Al comienzo de ese ascenso Andrés capeó el temporal como pudo. Las dos tareas unidas le exigían una dedicación, esfuerzo y constancia que excedía a su juicio el límite máximo recomendable en un negocio tan sucio como ilegal.
Pese a todo, Cristóbal no se desentendió por completo de su fuente adicional de ingresos. Pese a llevar varias semanas sin ejecutar el trabajo como anteriormente, seguía dando órdenes y consejos a Andrés con carácter regular. Sin lugar a dudas ello supuso que éste tomara una determinación tajante. No tenía miedo a ese mundillo. Hasta entonces no se había llevado susto de ninguna clase, pero sin duda prefería no tentar a la suerte. Las diferencias entre el puesto de gestor y administrador de Cristóbal y el subalterno suyo eran evidentes. Andrés no tenía especial interés en seguir progresando en los bajos fondos, no así como su compañero y amigo, quien periódicamente le informaba sobre el reparto previsto de las remesas provenientes de alijos dignos de consideración.
Dicho esto, dentro de su absoluta seguridad, Andrés puso fin a su experiencia en la delincuencia común. A través de su discreto email en borrador sin enviar, comunicó a Cristóbal su cese indefinido dentro de su actividad, al tiempo que reportaba la última liquidación de haberes del superior de aquel dúo. Excusando su súbita despedida, Andrés adujo circunstancias personales de gran calado, sin pormenorizar más.
Una semana después fue con su padre de compras. Aunque su último fin no era el adquirir nada en concreto. Tras la oportuna reflexión tomó la decisión de pedirle ayuda, con objeto de que su vida profesional girara ciento ochenta grados. Aunque siempre dispuso de aquel comodín, Andrés nunca había tenido en cuenta la posibilidad de pasar su jornada laboral conduciendo un taxi. Su padre, en calidad de competente administrativo de la principal asociación del gremio, no tendría reparo ni dificultad alguna en encontrar a un propietario que estuviese dispuesto a alquilar su vehículo a su hijo.
Dicho y hecho. Como condición le pusieron una regla innegociable. Su contrato nacería con horario nocturno sin cambio previsto. Al principio Andrés tuvo problemas para aclimatarse a su nueva realidad. Había pasado multitud de noches sin dormir, pero había sido en otras condiciones y por otras causas. Ahora tendría que trabajar a solas, manteniendo la precaución necesaria al volante.
Aunque no le apasionaba la idea de conducir sin luz natural, pronto comenzó a adaptarse. Como deferencia a sus clientes asumió la pauta de dejar de oír su hardcore preferido como había hecho hasta entonces. Afortunadamente apenas se acordó de ello. Andrés conoció y comenzó a disfrutar de una afición desconocida para él: escuchar la radio. Pero no se trataba de los clásicos programas de música oídos tantas y tantas veces. No era otra cosa sino las historias de personas que llamaban para narrar diferentes casos, desde unos muy insulsos hasta otros definitivamente apasionantes.
Años después de su comienzo, se produjo una anécdota más que curiosa. Andrés tenía por costumbre comenzar junto a una estación de autobuses cercana, aunque en muchas ocasiones llevaba a cabo los trabajos que le surgían a través del radiotaxi.
Aquella noche estaba siendo muy aburrida. No había arrancado el motor ni una sola vez en sus primeras horas, cuando cerca de las cinco de la mañana la comunicación habitual de su asociación le indicó la dirección a la que debía acudir para recoger a su próximo cliente. Se trataba de una recogida en la zona noble de Madrid. Hasta ahí todo era normal.
Andrés detuvo su taxi en la entrada al parking de la calle Lagasca. A continuación bajó un hombre vestido con traje y corbata. Su aspecto pulcro y aseado denotaba que aquella recogida se debía más a un madrugón que a una trasnochada. Portaba una maleta grande y un maletín de distintos materiales de calidad. Dejó su equipaje junto al maletero para que el taxista lo guardara. Fue en aquel momento, un segundo antes de que el pasajero se sentara en la parte de atrás del coche, cuando Andrés notó como el asombro se apoderaba de él. Su primer cliente no sería otro que su buen amigo Cristóbal.
Andrés cerró la puerta nervioso, sin saber que hacer ni que decir. Salió del apuro preguntando el destino sin girar la cabeza.
-¿Dónde le llevo?
-Al aeropuerto.
Durante los diez minutos que duró el trayecto no cruzaron ni una sola palabra. Pero esto no tranquilizó a Andrés. Estaba abocado a mostrarse de forma nítida ante Cristóbal, ya fuera cuando éste le pagara o cuando vaciase el maletero.
Una vez concluido el viaje, con una extraña mezcla de miedo y emotividad a partes iguales, por fin tuvo lugar el desenlace.
-Andrés… ¡No te había conocido! No esperaba… no sabía que trabajaras en un taxi.
-Hombre Cristóbal, ¡vaya sorpresa! -fingió Andrés.
-¿Qué tal te va? ¿Cómo te han ido estos años? Nos dejamos de ver, de un día para otro.
-Sí, la verdad es que sí. Lo siento. Es que…, es que no me quedó otro remedio que desaparecer por una temporada -expuso Andrés-. Tuve una enfermedad que me obligó a dejarlo todo.
-¡No jodas! -dijo Cristóbal, con gesto preocupado-. ¿Qué te ha pasado?
-Tuve un cáncer. Ya por fin lo he superado -dijo Andrés, sorprendido por su imaginación.
-¿Te operaron?
-No. Radioterapia. Sobreviví gracias a la radioterapia -mintió Andrés, conteniendo a duras penas la consiguiente carcajada.
-Ya lo decía yo. Tú eres un campeón.
Unos segundos después se despidieron mutuamente, entre una amalgama de lugares comunes, estupideces diversas y promesas imposibles de cumplir.
Una vez sentado en su asiento, Andrés arrancó el coche, mientras encendía la radio de nuevo. Su programa favorito estaba a punto de acabar. Un tipo con voz de yonqui se encontraba explicando como había sido su adicción a la droga y el posterior restablecimiento. Por un instante Andrés volvió atrás en el tiempo. Pese a que nunca había llegado a sentirse plenamente enganchado a nada, de inmediato reconoció que probablemente habría llegado a ello de no ser por el cambio radical que eligió. Su peculiar radioterapia nunca le salvaría de ninguna clase de cáncer, pero con toda certeza podía asegurar que, de no haber adquirido ese hábito, finalmente habría sucumbido ante las tentaciones de su depravado negocio nocturno.