
Todo el mundo baja. “Vosotros no podéis. Debéis quedaros arriba, esperando”, dice una de las empleadas.
Pero hay esperas y esperas. Y, por suerte, aquella no es una espera tediosa o exasperante. Nada más lejos de la realidad. La luz es tenue y débil, pero a la vez acogedora y reconfortante como pocas. Si a eso le añades el exclusivo diseño que adereza y da sentido y funcionalidad al local, miel sobre hojuelas
Sin dar mayor detalle, la jefa de sala y futura sumiller reputada interviene de modo breve y conciso, obligándonos a ocupar espacio junto a la barra de bar, acomodados en un par de las clásicas butacas altas de las que tanto os gustan, aquellas que presiden la sofisticada barra de bar.
Ella se encuentra en el interior de la misma, solícita y dispuesta, a vuestro servicio. Junto a las dos croquetas artesanas de tamaño minúsculo, os pone al alcance un par de boles diminutos rellenos de una crema más sólida que líquida.
“Este humus contiene un tabulé de Marruecos” -afirma vuestra amiga.
Tras servir una cerveza para cada uno os miráis fijamente. Aquella no es una cualquiera de todas las cañas que habéis probado juntos. El sabor es bueno, pero es el contexto lo que enriquece exponencialmente la combinación entre aperitivo y bebida.
Lo cierto es que, por paradójico que parezca, algo raro está teniendo lugar en ese momento. Sin que os hayáis ni tan siquiera planteado un protagonismo exclusivo o hegemónico, demandando nada que merezca especial atención, esa tarde os habéis ganado con creces el derecho a ostentar la corona, a ser el centro de atención.
Mitad tímida y mitad traviesa, tu sonrisa secunda la suya. Vuestra amiga, lejos de cualquier intromisión, os sugieren brindar. Aceptáis y procedéis a ello con un simple gesto, en tono bajo y calmado.
Los invitados no han presenciado ese momento. Ninguno menos uno en concreto. Es familiar cercano, pero lo curioso de todo es que, sin daros cuenta, en ese momento está llevando a cabo una de tantas tareas que le fueron encomendadas por vosotros en las semanas previas al evento. Un largo objetivo, vete tú a saber desde hasta qué número de milímetros, trata de obtener fiel testimonio fotográfico de una imagen insólita, casi icónica. De una imagen que quedará para la posteridad, in sécula seculórum como soléis decir. De una imagen que dará fe de haber vivido una experiencia única, a buen seguro irrepetible.
Ubicado en uno de los amplios peldaños que conforman la escalera, pese a encontrarse a poco más de medio metro sobre el nivel del suelo que asienta vuestras butacas, él dispara a discreción, fotografía tras fotografía. Da igual todo, da igual cualquier gesto, cualquier postura. La cámara se gira en vertical u horizontal, la imagen varía, pero nada se tuerce. Nada es óbice para contrarrestar su afán, que no es sino plasmar decenas y decenas de hermosas fotografías que darán sentido, un bellísimo sentido, al enlace. A vuestro esperado enlace, a vuestro deseado enlace.
Lo cierto es que, siendo objetivos, algo os separa. A vosotros por un lado y al familiar ducho en el mundillo de la fotografía que practica y regala retratos e instantáneas a espuertas por otro. Aunque esta vez no se trata del sentido metafórico de las cosas. Todo lo contrario. Os halláis cómodamente aposentados junto a la barra del bar, a poco más de dos metros, tal vez dos metros y medio de su ubicación. Con todo el sentido, su zona de bajada al salón en el que un rato después tendrá lugar la cena de vuestra boda se encuentra protegida por un cristal precioso, diáfano a pesar de la multitud de palabras que decoran y estilan el mismo. No hay orden, ángulo ni concierto entre las distintas tipografías que enriquecen un enorme vidrio tan útil como necesario. No hay frases. Sólo palabras, todas bonitas. Todas os conceden un retazo de recuerdos, un retazo de vuestras vidas, un retazo de felicidad.
De repente, sin motivo aparente, vuestro querido familiar cercano pone punto y seguido a su tarea como fotógrafo fedatario del evento, concluyendo así una fase plagada de imágenes que, a buen seguro, jamás se volverán a repetir.
Habéis posado sin pretender ser retratados. Habéis desconectado momentáneamente, aparcando el protagonismo, intentando pasar desapercibidos. Sin pedirlo, habéis disfrutado por unos minutos de una intimidad extraña, acompañada de las personas a las que más queréis.
Nunca dejarás de pensarlo. Se adueña de ti el caprichoso what if. Que hubieras, o más bien, que hubierais sentido si aquello hubiese tenido lugar de verdad. Si aquel posado concreto, alegre, sencillo, desenfadado, cómplice, natural se hubiera dado en realidad. Tu vida no habría sido diferente, ni mejor ni peor. Eso sí, a vuestro juicio, habría quedado plasmado para la posteridad uno de los escasos cúlmenes de la felicidad completa, absoluta, inenarrable, dejando constancia de una de las pocas vivencias imposible de olvidar.
Sin daros cuenta, la jefa de sala y futura sumiller reputada accede desde la planta inferior al área exterior de la barra en la que os encontráis. Solicita vuestra presencia. “Todo está preparado” afirma con determinación, al tiempo que os presta sus manos, marcando el paso que habrá de llevaros a la sala donde tendrá lugar el banquete más especial.
Esta fue, ha sido, es y será la foto que no fue.
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