La perversión de la plaza

Pobres pequeños. Pero también ¡pobres mayores!

Blog 23

Había salido tarde de casa. En seguida asumió que, salvo que encontrara alguna plaza muy próxima a la estación, con toda probabilidad perdería el tren que cogía a diario. Fue este el motivo que propició que Ángela hiciera algo inusual. Decidió probar suerte y accedió al aparcamiento aledaño.

Desafortunadamente pudo apreciar que alguien acababa de entrar unos segundos antes, buscando lo mismo que ella. Un pequeño utilitario estaba aparcando en la zona más cercana a la puerta de entrada. Lamentando su mala suerte, Ángela continuó el camino. Pero justo cuando iba a salir a la calle, un ruido extraño le llamó poderosamente la atención. Le sorprendió enormemente que aquel Renault Twingo antiguo saliera pitando del aparcamiento detrás de ella. Aunque esto no fue lo que más curiosidad le produjo. Al volante de ese coche pequeño Ángela vio a una mujer algo más joven que ella. Lo más chocante fueron los gestos y exabruptos empleados por aquella chica, a modo de enérgico improperio hacia algún varón indeterminado.

Unos minutos después, tras aparcar el coche, Ángela se dirigió a paso ligero hasta la entrada de la estación. Nuevamente se encontraba aparcando otro coche en la enigmática plaza de la discordia. De inmediato pasó de nuevo junto al mismo furgón viejo, medio destartalado que había tenido el desencuentro con aquel Twingo. Aunque paradójicamente no se veía a ningún conductor. O siendo más concretos, no se veía a nadie sentado en el asiento del conductor. Lo que sí se apreciaba claramente era a una persona sentada en el lugar del acompañante. Con gesto desabrido, aquel tipo huraño no hizo nada por ocultar su atención por Ángela. Pero no era el mismo interés que ocasionalmente le mostraban algunos los hombres. Era una atención desmedida. Una tendencia tan exagerada que parecía caminar al borde de una lascivia cuando menos repelente.

En el aparcamiento contiguo había aparcado un todo terreno de gran tamaño. Poco antes de pasar Ángela por alli, el conductor cerró su puerta con firmeza. Ella se acercó ligeramente a él.

-Perdona que te moleste -dijo Ángela educadamente-, es que en el coche que hay junto al tuyo he visto un gesto raro de narices.

-¿A quién te refieres?

-Al señor de la furgoneta. Me ha dado asco tan solo con su mirada.

-Suele pasar -terció el caballero, quitando hierro al asunto-. Entremos juntos a la estación, no vaya a ser que quiera hacerte algo raro.

Ángela llegó a su oficina con un ligero retraso. A media mañana, mientras tomaba el café pertinente, echó unas cuantas risas junto a sus compañeras y amigas de la oficina al tiempo que narraba la percepción de lo visto a primera hora.

A la mañana siguiente Ángela también se levantó de la cama con la hora pegada. Al arrancar el coche barajó al instante cual de las dos opciones sería la más acertada. Su trabajo no era controlado de forma directa en lo referente al momento preciso en el que comenzar a desarrollarlo, pero siempre había preferido ser de las primeras en llegar. Este hecho propició que Ángela se arriesgara nuevamente a introducir el coche y echar un vistazo en la zona más próxima a la entrada. En la zona en la que presenció aquella escena insólita veinticuatro horas atrás.

Una vez dentro del aparcamiento Ángela se sorprendió al comprobar que, igual que ayer, una plaza se encontraba vacante. Una plaza cercana a la entrada. La misma plaza que el día anterior. Ángela aparcó en un santiamén. A un lado se hallaba la parada de autobús. Al otro se encontraba una furgoneta. Otra furgoneta de distinto color pero igual de deteriorada que la de la jornada anterior. Qué casualidad, pensó Ángela nada más echar el freno de mano. Pero no se trataba de una buena ventura precisamente. Justo cuando iba a abandonar el coche corroboró de primera mano el porqué de la encolerizada estampida protagonizada por la chica el día anterior.

-¡Puto cerdo! -soltó Ángela, completamente asqueada tras contemplar cómo aquel sujeto eyaculaba todo su esperma sobre el cristal de la puerta del copiloto.

Ángela llegó a la oficina sobresaltada. Poco a poco fue calmándose, asumiendo que pese a haber sido un incidente más que desagradable, ella no había sido la causante del mismo. A buen seguro hubiera ocurrido exactamente con cualquier otra mujer aparcando dentro de esa misma plaza.

Era viernes. Ángela volvió a casa cerca de las seis de la tarde, un poco antes de la hora habitual a la que regresaba de lunes a jueves. Su marido había retornado del trabajo un par de horas antes. Generalmente, los viernes por la tarde siempre se lo encontraba sentado frente al ordenador, tomando un café mientras deambulaba de unas páginas web a otras sin mayor afán.

-¿Qué tal cariño?

-No sabes lo que me ha pasado esta mañana…

-¿El qué? -preguntó Gustavo.

-Pues que al salir del coche para coger el tren me he tropezado con un tío repugnante.

-¿Repugnante? ¿En qué sentido?

Gustavo estaba sintiendo una curiosidad un tanto malsana. Se sentía mal por ver cómo su mujer se manifestaba en un tono y con unas formas que nunca le había visto en los diez años que llevaban como pareja. Pero por otro lado estaba experimentando algo novedoso. Un morbo lo suficientemente corrosivo como para sentir cierta repugnancia hacia sí mismo.

-¿Qué en qué sentido? Pues que se ha hecho una paja y se ha corrido encima del cristal de mi ventana.

-¡No jodas! Qué asco -dijo Gustavo, intentando calmar los ánimos de su esposa.

-Sí. De verdad que… no he tenido miedo. No ha ido a por mí, pero es que me ha dado una grima verle…

Como solían hacer todos los viernes por la tarde, Ángela y Gustavo fueron a hacer la compra. Los viernes acudían habitualmente al supermercado más cercano a su barrio. Cuando fueron a entrar al aparcamiento, ambos quedaron bastante sorprendidos. Había un coche de policía aparcado en la entrada al garaje, por lo que la puerta del parking del local comercial se encontraba cortada. Gustavo aparcó a cien metros. Dado que el garaje no estaba disponible, debían acceder al supermercado por la entrada peatonal ubicada en la calle principal. Y eso significaba que necesariamente deberían pasar junto al bullicio que casualmente se había organizado allí.

A unos pasos del gentío, Ángela sufrió un nuevo sobresalto. Nuevo, pero a la par conocido. Sólo se veía un coche de policía, pero se encontraban en medio del tumulto varios funcionarios de este cuerpo, con sus respectivas motos paradas a pocos metros del meollo. Pero no fue la policía quién provocó que la sensación desagradable del día se repitiera nuevamente. Uno de ellos sujetaba con su mano el brazo de un hombre. Pero no de cualquier hombre. Era el mismo tipo obsceno que a primera hora del día le había ocasionado una de las experiencias más repulsivas de su vida, masturbándose delante de ella con toda la impudicia que fue capaz de generar.

De repente Ángela se percató de algo en lo que hasta entonces no había reparado. Junto al resto de funcionarios del cuerpo se encontraba la vecina Mercedes junto a su hija. Un segundo después de verlas juntas Ángela comprendió todo en un periquete. Pese a que también era policía, Mercedes iba vestida de calle. Y, Martina, su hija pequeña de diez años, se encontraba junto a ella llorando desconsoladamente.

-¿Ves? -soltó Ángela a su marido-. Ese es el puto quinqui al que he visto esta mañana.

Menos mal que ya es de noche, pensó Gustavo, disimulando el color rosa de sus mejillas producto de la vergüenza que acababa de sentir.

P.D.: Dedicado a mi querida aicp4444. Cualquier parecido con la realidad, mera coincidencia.

Autor: Un escritor poco prolífico

¡Experiencia nueva!

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